Manifestación 8M 2021 en Murcia |
Esta mañana podría cantar en bucle, porque me representa, el estribillo que aquella diosa Minerva sacaba como exitazo allá por el pleistoceno de 1995: «Estoy llorando por ti/estoy llorando por cosas de ayer/y cada día cada día que pasa me duele más», pero no pensando en ninguna narrativa romántica, sino más bien con la sensación de abandono u orfandad que experimento con respecto a eso que hemos convenido llamar movimiento feminista y que, ahora que me siento a escribir y a pensar en algo parecido a un balance político-activista de este año coronavírico, creo que no ha estado a la altura de los abusos y agresiones perpetrados durante y en nombre de esta pandemia.
Que el movimiento feminista opere en lo simbólico (lo simbólico del salir el 8M, por ejemplo), a mí es algo que políticamente no me sirve de mucho. No creo en lo simbólico de nada, creo en la concreción de las reivindicaciones que se materializan, accionan y tienen un horizonte político con ambición de cambio; el resto para mí es foto de un día: un selfuck de autoengaño y automasturbación narcisista, un producto de merchandising que inunda las redes un día y ya. ¿Dónde ha estado el movimiento feminista durante la pandemia? ¿Qué ha articulado? ¿Cómo ha respondido ante la ablación de derechos y libertades? ¿En qué lugares y de qué manera ha supuesto resistencia, apoyo mutuo, red de cuidados? La respuesta a todas estas preguntas es parálisis y silencio.
Creo que hemos tenido un movimiento feminista psicológico, como esos embarazos ficticios que pasan algunas hembras desubicadas. Creíamos estar preñadas de fuerza y rebeldía y mucha sororidad hecha consigna del tipo tranquila, hermana, que aquí está tu manada, mucho si tocan a una, nos tocan a todas, pero nos hemos encerrado en nuestras casas de privilegio de clase (#quédateencasa como balsa salvavidas sólo vale si tienes casa y circunstancias de habitabilidad cómodas y no violentas) a mirar para otro lado, a ser obedientes, individualistas, y a respetar una distancia de seguridad que nos va a pasar una factura social que ninguna de nosotras vamos a poder asumir políticamente. La pandemia nos ha dejado el feminismo hecho un solar. Pero lo peor no ha sido que hayamos caído en la trampa de avalar lógicas que defienden la autoridad (¿hay algo más antifeminista que la autoridad?), la pedagogía del castigo y la represión. No. Lo peor ha sido que nos hemos tragado toda la dramatización, la puesta en escena, en la que el Estado se erigía como cuidador. Eso sí que me parece grave. Que nos hayamos creído que los gobiernos, absolutos inexpertos en esto de los cuidados, se hayan convertido en los máximos garantes y custodios de nuestra salud y bienestar y el de las nuestras.
Me declaro negacionista del Estado cuidador. Negacionista del uso de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado como herramientas eficaces para atacar a un virus. Negacionista de la utilidad de todo ese lenguaje machobélico (término de precisión milimétrica acuñado por la teórica feminista Luisa Fuentes Guaza, grandísima y prolífica autora de textos críticos durante la pandemia desatado de manera absolutamente innecesaria como campo semántico desde el que abordar, siquiera intelectualmente, esta situación pandémica. Negacionista de las multas para sanar a la población. Negacionista de las ruedas de prensa con militares para hablar de salud pública. Negacionista de los tanques en la M-30 de Madrid para proteger y cuidar a la población. Negacionista de los cierres de colegios, de los parques infantiles precintados y de la infancia (mal)tratada como terroristas víricos. Negacionista de este proceso de fetichización de las nuevas tecnologías para acabar con la educación presencial. Poner la vida en el centro (frase de una belleza política tan apabullante que da igual que se repita hasta la saciedad, no dejará de ser bella) está en las antípodas de todo eso. Cancelar la vida para preservar la vida es una estupidez que sólo podría defenderse desde esos lugares donde la vida jamás ha importado tres mierdas.
Decía Sarah Babiker que asistimos a un momento de enajenación democrática y no puedo coincidir más. Enajenación de varias cosas, todas ellas fruto de un gaslighting flipante que nos están haciendo desde las más altas esferas donde están las fábricas de producción de la Única Verdad, de lo Único Que Se Puede Hacer y desde donde se articula la falacia de los cuidados. En sus apuntes para descolonizar el inconsciente, Suely Rolnik propone problematizar, poner en crisis y confrontar el discurso que tenemos interiorizado, resistir al régimen dominante en nosotros mismos y yo creo que lo que ha sucedido durante todo este año ha sido justo lo contrario: hemos sucumbido al régimen dominante y lo hemos hecho a través de las narrativas altamente contagiosas del miedo. «Necesitamos pensar con sospecha», escribía Rita Segato, «desconfiar de los discursos hegemónicos». ¿Cuándo dejamos de leer a las feministas y empezamos a escuchar y a legitimar a Ken Sánchez y a sus secuaces en el Poder? ¿Alguien ha leído alguna obra de Ken Sánchez que contenga pensamiento? ¿Por qué dejamos que una persona que no nos ha dado muestras de saber pensar (ni cuidar) piense por nosotras?
Y por si el panorama feminista en el marco pandémico no fuera ya lo bastante desolador, luego tenemos la agenda feminista (al margen de la pandemia) haciendo el ridículo con las biovulvas que hacen chistes con eso de querer ser jabones marca Heno de Pravia y poniendo palos en la rueda a los derechos de la comunidad trans con su Feminismo de Entrepierna, una Ministra de Igualdad (¡de igualdad!) putófoba empeñada en legislar para generar más desigualdad, más precariedad y más violencia contra las trabajadoras sexuales y, como noticia local en Murcia, un 8M con el frente abolo haciendo tapón y secuestrando la mani en la que ha sido, probablemente, la protesta menos sorora y más humillante que haya vivido la que escribe este artículo en su vida. Que el lunes pasado las abolas nos taparan la consigna 'Trabajo sexual es trabajo' con la de sanciones económicas y represión que les están cayendo a las trabajadoras sexuales del Eroski en Murcia, me parece una vergüenza y un ejercicio político lamentable. La no-solidaridad política sólo se me ocurre explicarla desde posiciones de una no-consciencia de las opresiones más allá del yo.
La transversalidad llevada a la acción política es algo de lo que adolece el panorama político feminista murciano. Se me ocurre que quizás nuestras asambleas sean demasiado blancas y demasiado privilegiadas como para atraer la participación de otros sujetos políticos que traigan otras prácticas comunitarias antirracistas y decoloniales, no hetero-centradas y que estén, con suerte, hechas a trabajar en otros ejes fuera de los binarismos de dominación más normativos. Nos queda mucho por desaprender.
Además de cargarse y prescribir cómo debe ser nuestra vida social y personal, las medidas covid también han exterminado el activismo de calle, nuestra vida política. Sin embargo, sería injusto terminar este artículo sin incluir las protestas, desde mi punto de vista, más relevantes y más emocionantes que han sucedido en esta era coronavírica, por supuesto, saliendo a la calle (¿alguien da credibilidad a una protesta que se hace desde el balcón o a una movilización online? ¿Hola?) y organizadas. El movimiento #RegularizaciónYa tuvo un impacto estatal y denunció y visibilizó la situación de vulnerabilidad, extremada durante el confinamiento y la pandemia, en la que se encuentran las personas migrantes en situación administrativa irregular. «No ha pasado un sólo día en el que un español o una española no haya comido una fruta o una verdura que no haya sido recogida por nosotrxs» es una frase que se dijo aquel día y de la que nadie en el gobierno acusó recibo. El Estado por lo visto se ocupa y cuida a estas personas a través de la Ley de Extranjería y sus necropolíticas de fronteras. El movimiento Black Lives Matter, impulsado por la Comunidad Negra, Africana y Afrodescendiente de España (CNAAE), denunció la brutalidad policial ante el asesinato de George Floyd y, por decirlo con la compañera boliviana Adriana Guzmán del Feminismo Comunitario Antipatriarcal del Sur Global, quedó una vez más patente «la justicia como máquina de impunidad». Las comunidades no-blancas movilizaron las calles muertas de protesta para repetirnos con infinita paciencia pedagógica que las violencias son sistémicas y estructurales y no teorías de manzanas podridas que obedezcan a discursos-trampa de responsabilidad individual. Por último, las compañeras argentinas dieron su adiós definitivo a las perchas al conseguir que la posibilidad de abortar por fin dejara de ser una posibilidad de muerte.
Concentración en la plaza de la Universidad de Murcia ante el asesinato de George Floyd. 7/6/2020 |
Hay gestos de cuidados que no ocupan ruedas de prensa, ni titulares, ni son normas represivas encubiertas que un señor con traje y corbata, ajeno a nuestra vida, decreta a través de un plasma. Baste el ejemplo de la Red de Cuidados Antirracistas de Barcelona, una red de apoyo mutuo multada con 60.000 euros el pasado abril 2020 por repartir comida a migrantes. Eso es es reprimir a los que cuidan en pandemia. Debajo de mi casa, en un pequeño comercio de fruta y verdura, alguien (o alguienes) habilitaron una caja para recoger también comida para otras personas. Las redes sociales también se activaron para crear grupos de sostén y compartir necesidades. De todas las redes de cuidados que he visto y vivido en este último año, ninguna ha salido del Estado. Sólo la gente salva a la gente.
Lucía Barbudo
Coordinadora Anti Represión RM
Coordinadora Anti Represión RM
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